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  • Última modificación de la entrada:10/07/2025

 

 

 

Nunca pensé que París me cambiaría. Lo veía como un cliché: la Torre Eiffel, las baguettes, las boinas. Pero cuando llegué, me di cuenta de que las cosas son clichés por una razón: porque, a veces, son verdad.

Una mochila que pesaba más de lo que debería y una cámara que apenas sabía usar. Me hospedé en un pequeño hostal en Montmartre, donde las escaleras crujían al subir y olía a café en toda casa. Las ventanas daban a una calle empedrada, y cada mañana me despertaba con el aroma del café, a pan recién horneado y el murmullo suave del francés.

Durante el día, caminaba sin rumbo. Me perdí entre las pinturas del Louvre, conté los candados en el Pont des Arts, no todos, claro.  Me senté con un libro frente al Sena. No tenía prisa por ver todo, solo quería sentir que estaba allí, de verdad.

Una tarde, en los jardines de Luxemburgo, conocí a Théo. Estaba sentado en un banco, leyendo un libro con las piernas cruzadas y una chaqueta demasiado elegante para el calor que hacía. Le pregunté, en mi torpe francés, si podía sentarme cerca. Él levantó la vista, sonrió y dijo: «Bien sûr.» Así empezó una extraña amistad, hecha de silencios cómodos, frases mezcladas y caminatas largas sin rumbo fijo.

Me mostró rincones que no estaban en ninguna guía: una librería escondida en el Barrio Latino, un cine antiguo con butacas de terciopelo, un parque donde tocaban jazz los domingos por la tarde. Con él, París dejó de parecer un decorado y se volvió una ciudad viva, vibrante, con secretos en cada esquina.

La última noche, subimos a lo alto del Sacré-Cœur. Desde allí se veía toda la ciudad, como un mar de luces bajo un cielo tranquilo. No dijimos mucho. Solo nos quedamos allí, con las manos rozándose apenas, sabiendo que el momento era tan frágil como perfecto.

Volví a casa con la maleta más llena de lo que llegó: boletos de metro arrugados, postales escritas a medias, una lista de canciones, y un recuerdo tibio como una tarde de verano. Pero lo más importante no cabía en la maleta.

Había dejado un pedazo de mí en París. Y, quizás, Théo se llevó uno también. Sin duda volveré.

Rovica.

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