• Autor de la entrada:
  • Categoría de la entrada:Mis Escritos
  • Comentarios de la entrada:Sin comentarios
  • Tiempo de lectura:3 minutos de lectura
  • Última modificación de la entrada:25/11/2025

 

 

En el borde del Bosque de Lumbre, donde los árboles susurraban idiomas antiguos y las hojas brillaban como espejos mojados, había una casa que respiraba. Sí, respiraba, no como una persona, claro, sino como lo hace un animal dormido: con paredes que se hinchaban suavemente y ventanas que exhalaban un vaho plateado cada amanecer.

Nadie vivía allí desde hacía siglos, decían, porque la casa elegía a sus habitantes.

Una tarde, Lía, una joven aprendiz de botánica que viajaba en busca de plantas imposibles, se refugió bajo el porche cuando comenzó a llover. No mojaba, pero picaba como agujas finísimas. En cuanto tocó el pestillo de la puerta, esta se abrió sola, como si hubiese estado esperando ese gesto durante años.

Dentro, la casa olía a libros antiguos y a algo más: a cielo nocturno. Las paredes estaban cubiertas de constelaciones vivas, puntos diminutos que se movían despacio, formando figuras distintas según el ánimo de quien las mirara. Lía se quedó sin palabras. En el centro de la sala había una mesa circular y sobre ella, un cuenco con agua completamente negra.

Cuando Lía se acercó, la superficie del agua reflejó no su rostro, sino un camino en el bosque iluminado por luciérnagas azules. Sintió un tirón leve en el pecho, como si la casa le estuviera hablando sin sonido.

-¿Quieres que vaya? -dijo ella con voz susurrante.

El agua tembló y una constelación en la pared se reacomodó en forma de un sendero.

Lía salió, guiada por un impulso que no era del todo suyo. El bosque, que antes era denso, se abría a su paso. Las luciérnagas marcaban la ruta hasta un claro donde había un árbol seco, enorme, con ramas como brazos caídos. En la corteza, un pequeño resplandor «titilaba» débilmente. Era una criatura minúscula, atrapada entre raíces duras: un astroluz, un ser del bosque que nacía de estrellas caídas. Tenía alas hechas de filamentos celestes y un cuerpo tan frágil como cristal.

Lía lo liberó con cuidado. La criatura parpadeó, literalmente, como si cada latido fuera un destello. Y, lo llevó de vuelta hasta la casa.

Al llegar, cada vez que el astroluz brillaba, las constelaciones de las paredes respondían, como si estuvieran saludando a un viejo amigo. Lía lo depositó en el cuenco negro. El agua se iluminó al instante, y la habitación entera cambió de color: ahora respiraba no como un animal, sino como un cielo entero.

El astroluz se elevó, sobrevoló a Lía y tocó su frente. Una chispa suave la recorrió, dejándole una sensación cálida bajo la piel.

-Gracias -dijo una voz diminuta, hecha de luz más que de sonido.

El ser se elevó hacia la ventana y salió disparado hacia el cielo, dejando un rastro brillante. Lía observó cómo se perdía entre las nubes.

Las estrellas de las paredes se reordenaron una última vez, formando una figura que ella reconoció: la silueta de alguien ofreciendo ayuda a otro.

La casa entonces se quedó quieta, dejó de respirar y, con un suspiro profundo, se desvaneció en polvo plateado.

Lía quedó sola en el bosque, pero no se sintió abandonada. Caminó de regreso con la certeza de haber sido parte, aunque fuera un instante, de un milagro.

Y cuando las noches se volvían demasiado oscuras, ella notaba en su pecho un suave y leve parpadeo. Una luz que no era del mundo, pero que iluminaba el suyo.

Rovica.

¿Te ha gustado? ¡Pues ahora te toca comentar!