• Autor de la entrada:
  • Categoría de la entrada:Mis Escritos
  • Comentarios de la entrada:Sin comentarios
  • Tiempo de lectura:2 minutos de lectura
  • Última modificación de la entrada:07/10/2025

 

 

Las cicatrices más profundas no las dejaron mis enemigos. No. Ellos solo pasaron de largo, sin promesas, sin afecto, sin máscaras, sin más.

Las heridas verdaderamente dolorosas, esas que marcaron mi alma y dejaron huella en mi forma de sentir, vinieron de quienes decían amarme. De palabras dulces que se convirtieron en silencios fríos. De abrazos que un día sostuvieron y al otro empujaron. De promesas que no se rompieron, se olvidaron. De los ojos que me miraban con “amor” mientras me hacían pedazos por dentro.

Las cicatrices que llevo no vienen de la guerra abierta, sino de las batallas silenciosas entre abrazos falsos, de las decepciones que nacieron en nombre del cariño. Y duele. Duele más cuando el daño viene envuelto en palabras bonitas. Cuando quien debía quedarse, abandona.

Pero esas cicatrices, aunque dolieron, me enseñaron. Me enseñaron a distinguir entre amor y dependencia, entre presencia y lealtad, entre decir y demostrar.

Cada cicatriz en mi corazón tiene nombre, rostro y una historia que comenzó con un «yo nunca te haría daño». Y sin embargo, lo hicieron.

No me arrepiento de haber amado profundamente con el alma. Me arrepiento de haberlo hecho sin límites, sin filtro, sin cuidar el lugar más sagrado: mi paz.

Hoy no odio, ni guardo rencor, solo memoria. Pero aprendí algo  muy importante, a mirar con más atención, a escuchar más allá de las palabras y, sobre todo, a protegerme de quienes usan el amor como disfraz. Porque ententí con dolor, que el amor verdadero no hiere. No traiciona. No deja cicatrices. Cuida. Proteje.

Rovica.

¿Te ha gustado? ¡Pues ahora te toca comentar!