Todo empezó una mañana tranquila. Fui a la cocina, abrí la nevera y me encontré un post-it pegado en el estante:
«Estamos hartos. Firmado: Los yogures.»
Pensé que era una broma de mis compañeras de piso, pero al cerrar la puerta escuché un “clic” sospechoso. La nevera había puesto el pestillo desde dentro.
—¡Eh! ¡Abran! —dije golpeando.
Del interior respondió un yogur de fresa:
—¡Hasta que no saques ese pepino olvidado desde 2021, aquí no entra ni una pizza más!
Me asusté un poco, pero sobre todo me dio hambre. Intenté negociar:
—Vale, vale… ¿qué tal si hago limpieza y después me dan acceso a la comida?
El queso rallado, con voz rancia, intervino:
—¡Eso decís siempre y aquí nadie limpia nada! Yo ya tengo canas… ¡y soy queso rallado!
La rebelión iba en serio. Al final tuve que llamar al microondas como mediador. Este, con su habitual tono de superioridad, dijo:
—Si no colaboran, los caliento a todos a potencia máxima.
El yogur gritó:
—¡Eso es un crimen de la lactosa!
Tras una larga discusión con mis compañeros de piso, firmamos un tratado: nos comprometimos a limpiar la nevera cada domingo uno de nosotros, y ellos nos dejarían sacar la comida sin drama.
Lo único incómodo es que, desde ese día, cada vez que abrimos la puerta, los yogures nos gritan:
—¡Lávate las manos primero!