En un pueblo donde los inviernos parecían no terminar nunca, vivía Elisa, una mujer que trabajaba remendando ropa vieja. Pero su don no estaba en la costura común: Elisa era capaz de coser sombras.
La gente no lo sabía. Solo veían que, tras visitarla, algunos vecinos caminaban un poco más erguidos, como si algo invisible se hubiera aligerado en ellos. Pero las sombras que Elisa arreglaba no eran las que se proyectan en el suelo, sino las que se guardan dentro del pecho: miedos, duelos, abandonos, historias que pesaban más que cualquier abrigo.
Una tarde, llegó a su puerta un niño de ojos apagados, sosteniendo un frasquito de vidrio.
-Mi hermana me dijo que usted arregla cosas que nadie más puede -murmuró-. Yo… yo quiero que arregle esto.
Elisa se inclinó. En el frasco había una luz diminuta, temblorosa, como una chispa a punto de morir.
-¿Qué es? -preguntó ella.
El niño bajó la mirada.
-Mi esperanza. Se me está apagando.
Elisa sintió un nudo en la garganta. No todos los días alguien venía con la sinceridad rota entre las manos.
-Pasa -susurró.
Dentro de su taller, donde las paredes estaban cubiertas de hilos que brillaban levemente según el tipo de sombra que cosían, Elisa abrió el frasco con todo el cuidado del mundo. La luz salió flotando, titubeante. Era más fría que las que solía reparar.
-Cuéntame -dijo ella.
El niño habló poco; cuando el dolor es reciente, las palabras suelen ser pocas. Dijo que había perdido a quien más quería. Dijo que había dejado de dormir. Dijo que ya no encontraba colores.
Elisa escuchó, como escuchan los árboles cuando el viento sopla fuerte: dejando pasar todo sin romperse.
Luego tomó una aguja muy fina, hecha de un metal que no existía en ninguna tienda del mundo. Con ella no se cosía tela, sino memoria.
Tomó un hilo plateado y tocó la pequeña luz. Esta intentó alejarse, como si hubiera olvidado cómo confiar. Pero Elisa tenía manos pacientes.
Y comenzó a coser.
No era una costura lineal, eran puntadas en el aire, alrededor de la chispa, reforzando los bordes desgastados, reparando los huecos donde la tristeza había entrado. La luz tembló, casi se apagó una vez, pero Elisa sopló muy suave, como quien anima a un latido cansado.
-No tienes que brillar como antes -le dijo-. Solo tienes que recordar que sabes hacerlo.
Cuando terminó, la pequeña esperanza brillaba débil, sí, pero firme. Como una estrella recién recuperada.
El niño la tomó entre sus manos. Sus ojos, por primera vez, se humedecieron no de tristeza, sino de alivio.
-¿Volverá a ser grande? -preguntó.
Elisa sonrió con una melancolía que solo tienen quienes también han perdido mucho.
-La esperanza nunca vuelve igual -respondió-. Vuelve nueva. Y crece del lado donde duele menos. Dale tiempo. Dale días. Dale aire.
El niño asintió. Antes de irse, dejó el frasco vacío en la mesa.
-Para la próxima persona -dijo.
Elisa acarició su cabeza.
Cuando el niño salió, la sombra de Elisa -si alguien hubiera podido verla con claridad- parpadeó. Tenía un remiendo más. Un pedacito de luz plateada donde antes había un desgarro.
Y aunque la mujer estaba cansada, muy cansada, sintió algo cálido dentro:
una pequeña certeza, suave como un hilo sobre la piel:
A veces la esperanza de otro también cose un poquito la nuestra.
Rovica.


